Segunda entrega
Luisa Martín Rojo
Este cuaderno de viaje se organiza en dos entregas, de las que ahora se publica la primera. Tanto el viaje como la publicación son parte de la investigación-acción que desarrollamos en el proyecto europeo ReDes_Ling, Resistir la Desigualdad Lingüística (Staff Exchanges ref. 1011131469). En esa investigación nos proponemos entender la desigualdad lingüística para revertirla, teniendo en cuenta que:
– Relación asimétrica entre grupos lingüísticos que se traduce en diferencias sociales, desventajas económicas, acceso desigual a los derechos, falta de bienestar material y emocional, o incapacidad para desarrollar el propio potencial (Bonnin 2013).
– La discriminación lingüística es tan generalizada como otras formas de discriminación basadas en la raza, etnia, sexualidad o género (Baugh 2003; Lippi-Green 1997; Urciuoli 1996).
– Cerrar la brecha entre la investigación académica y la percepción de la sociedad sobre el lenguaje, con intercambios entre equipos interdisciplinares de académicos y organizaciones.
Gracias a Virginia, Lara y Lucía, por haber compartido conmigo este viaje
El árbol de las palabras imposibles
El Chaco es una provincia oficialmente plurilingüe, con una población indígena numerosa, a pesar de ello, es frecuente que las personas criollas no vean la necesidad de aprender lenguas indígenas y la administración tampoco lo promueve. En el Sauzalito, por ejemplo, la comunidad wichí recibió lotes de tierras para asentarse. Los lotes son territorio wichí, islotes donde se pone de manifiesto otras formas de vida: no se ven animales domésticos, ni gallinas, ni cabras, solo perros sueltos; otras formas de construir las casas, con plantitas que crecen en los tejados; otras formas de relacionarse con la naturaleza: escuchándola, sin domesticarla.
Foto 7: Territorio wichí, lo que queda del expolio
En los lotes como fuera de ese territorio, solo hay escuelas bilingües en las etapas de infantil y primaria. En una de las clases que visitamos, había tres niños de entre seis y siete años solos con la maestra de castellano. La maestra criolla era dinámica, divertida, abierta y simpática. Inmediatamente inició un juego conmigo, una especie de adivinanza: ¿de dónde viene la profe? Los niños elegían lugares cercanos o los que creían más lejanos, como Formosa, y yo añadía preguntas como “¿cómo vine?; ¿vine por el mar?” o les daba pistas: “vine en avión”. La maestra mostró un dibujo de un avión que utilizaba para la alfabetización en castellano. Al final, la maestra sugirió que deberíamos colocar un mapa en algún lugar de la biblioteca o una bola del mundo. Mientras algunos chicos mostraban gran timidez, hablando en un volumen muy bajo en castellano, apenas audible, y bajaban la mirada, otros, especialmente algunas niñas de 6-7 años, eran extremadamente alegres y abiertas en su comunicación, lo que mostraba su familiaridad con la interacción intercultural, quizás también influenciada por cuestiones de clase social dentro de la comunidad.
Foto 8: Clase de castellano en un aula bilingüe de primaria.
La situación que describo era algo excepcional, pues las maestras criollas suelen estar acompañadas de un asistente de lengua (ADA), ya que no suelen conocer la lengua de sus estudiantes que en estas primeras etapas suelen ser monolingües en wichí. Cuando alguien considerara que una lengua es legítima en una comunidad, además de reconocer que dicha comunidad es cultural y lingüísticamente diversa, siente el deseo de aprender esas lenguas. En cambio, si la otra lengua se percibe como subsidiaria o subalterna, o se considera que quienes la hablan no son ciudadanos de pleno derecho, pensará ¿para qué aprenderla? Para transformar estos juicios y esta falta de reconocimiento e, incluso, desprecio, es necesario modificar muchos de los aprendizajes adquiridos a lo largo de la socialización primaria y secundaria, ya sea en la familia, la escuela o las normas sociales. No es fácil enfrentarse al propio habitus.
En una de estas visitas a las aulas, viví un episodio acerca de la alfabetización, que solo puede explicarse desde estas inercias. Una profesora monolingüe estaba alfabetizando en castellano a niños que todavía no eran completamente bilingües, o al menos no todos lo eran. Diría que la mayoría estaba aprendiendo castellano. Con mucho orgullo, me enseñaron sus cuadernos, y al mostrármelos, inicié un juego para que me enseñaran palabras en wichí. En el cuaderno de una de las nenas, vi un árbol dibujado, muy bonito, con unas palabras escritas en burbujas que parecían frutas. Creo que el árbol era una copia de un cartel institucional que había visto en las paredes de las escuelas. En las burbujas, la niña había escrito (copiado, más bien) palabras abstractas y complicadas: amor, respeto, justicia, solidaridad, paz. Me parecieron palabras muy difíciles para niños de seis o siete años, y explicarlas, sobre todo en un nivel de español que probablemente correspondía a un B2, no era sencillo. En ese contexto, no sabía qué palabra pedirles que me enseñaran en wichí. Dudé entre «amor» y «paz». Finalmente, decidí que la más fácil sería «amor». La niña me miró nerviosa, luego miró a la maestra que no sabía ayudarla. Finalmente, dijo una palabra en wichí, que repetí torpemente, lo que provocó las risas de todos.
Este es un problema que varios maestros y exalumnos de Sauzalito han señalado: niños y niñas memorizan actividades en castellano sin comprender su significado. El castellano se convierte así en una lengua limitada al contexto escolar, solo para situaciones formales y alejada de la vida cotidiana de niños y niñas. Sin embargo, debido a la falta de educación secundaria bilingüe, pronto se verán obligados a sumergirse en la lengua y cultura criolla, enfrentándose a una inmersión forzada en la que tendrán que “nadar o ahogarse”. El proyecto bilingüe apunta a un bilingüismo sustractivo, que prepara el camino al monolingüismo en la lengua dominante, que es la lengua colonial. Mientras que un programa bilingüe que instruya en las dos lenguas abriría una línea de agua en la colonialidad del conocimiento, pondría en circulación otros saberes, otros valores y formas de vida.
¿Y qué sucede entonces? El resultado es desalentador: muchos estudiantes wichís abandonan la escuela. Desde el primer momento, serán etiquetados como «aborígenes» y tendrán que enfrentarse a prejuicios y bajas expectativas. Aquellos que hayan aprendido el castellano sin simplemente copiarlo en la primaria serán considerados los “buenos” en la lengua de los otros, y este se convertirá en el estándar con el que serán evaluados. Esta jerarquía de valores y competencias, ajena a ellos, les es impuesta.
Así, no solo se sienten fuera de lugar debido a rutinas, valores, conocimientos, métodos y vocabulario diferentes, sino que también enfrentan el desprecio hacia su propia cultura y lengua. La participación de quienes no entran en el juego se verá limitada, o ellos mismos la restringirán para evitar ser ridiculizados o señalados. La desigualdad que ya se vislumbraba en la primaria se afianza en la secundaria, consolidando un sistema que margina y silencia.
La manera en que la lengua atraviesa esta desigualdad durante la etapa educativa se hizo evidente en la experiencia llevada a cabo por nuestra compañera Lara en un centro de secundaria. Al plantear adivinanzas en wichí como recurso didáctico en grupos mixtos (chicas indígenas y chicos no indígenas), se alteraban las relaciones étnicas y de género. Eran las chicas indígenas, y no los chavales criollos, quienes más contribuían a que el equipo acertara, gracias a su conocimiento de ambas lenguas y de los saberes asociados. A pesar de ello, a veces se ignoraban lo que ellas apuntaban, se trataba como si fuera «ruido», en lugar de «logos», como señalaba Rancière.
Foto 9: Materiales educativos wichí
En este sentido, los acertijos en wichí desafían la distribución simbólica de recursos en estas escuelas, ya que el conocimiento de la lengua wichí cobra valor como conocimiento legítimo. Cuando ese saber tiene valor en el ámbito escolar, entonces quienes lo poseen son reconocidos como participantes legítimos en ese contexto. Finalmente, además de transformar la distribución y el reconocimiento de conocimientos, estas adivinanzas también transforman la participación: se modifican los roles tradicionalmente asignados y se fortalecen las voces y la capacidad de acción de las estudiantes indígenas.
Una cuestión de tirantes
Uno de los días, acompañamos a Lara a una escuela para su propuesta de secuencias didácticas en lengua wichi, nos encontramos al llegar con una profesora que la saludó con mucha amabilidad. Entendí que esta profesora debía aprobar su presencia en el aula para realizar la actividad, y ambas acordaron una hora. Me sorprendió que la profesora estuviera muy arreglada, con tacones y labios pintados, algo poco común dadas las condiciones de calor y polvo de El Impenetrable. Este detalle me recordó una historia que había escuchado de una profesora bilingüe, quien relataba cómo, en sus inicios, un director criollo la obligaba a llevar tacones y maquillaje en la escuela. Estas reflexiones me llevaron a pensar en cómo la vestimenta y el maquillaje pueden funcionar como marcadores étnicos y de racialización, distinguiendo a los criollos de los indígenas y resaltando las diferencias culturales entre ambos grupos.
Fue entonces cuando encontré sentido a un gesto que no me había pasado desapercibido pero que ahora entendía por qué era relevante. Ocurrió en la escuela donde la profesora criolla y la asistente bilingüe compartían el aula. Observé que la profesora criolla prestaba especial atención a la vestimenta de la asistente, ajustándole el tirante del guardapolvo varias veces. Este gesto, que al principio me pareció insignificante, comenzó a adquirir un nuevo significado. Como en el caso de los topónimos, la alfabetización, la vestimenta y los cuerpos no hablan solo de una diferencia cultural, sino de un problema más profundo de desigualdad social.
Los códigos de vestimenta, como las normas lingüísticas que establecen qué lenguas se hablan y dónde, qué lenguas merece la pena aprender, no son reglas superficiales; están ligadas a la cuestión de quién es considerado un participante legítimo, un ciudadano de primera, en las instituciones. La desigualdad se impone cuando la diferencia cultural limita la participación, cuando no se reconoce a una persona como un participante legítimo en un espacio institucional, como el educativo. Esto conduce al abandono escolar, limita las oportunidades de participación, ascenso y reconocimiento dentro de ese espacio. Cerramos este relato avanzando una primera respuesta para el proyecto ReDes_Ling, coincidente con otras observadas en distintos contextos, dispares, pero muy similares: mantener las lenguas en las escuelas es un proyecto político de la comunidad, una forma de oposición al colonialismo y al capitalismo, vinculado al derecho a la tierra, al estilo de vida y a la cultura.
Para saber más:
Unamuno, Virginia (2020). Hegemonía comunicativa, participación y voces subalternas: notas desde las aulas con niños y niñas wichi. Diálogos sobre Educación. Temas actuales en investigación educativa, 11(20).
Unamuno, Virginia (2019). N’ku Ifweln’uhu: etnografía en co-labor y la producción colectiva de la educación bilingüe intercultural desde la lengua y la cultura wichi (Chaco, Argentina). Foro de Educación, 17(27), 125-146.
Unamuno,Virginia, Lara Messina & Lucía Romero (en prensa). Fighting is teaching: activism, teaching and perspectives on plurilingual education from the lands of Chaco. Language and Intercultural Communication.