MIRCo

Diario discursivo de la cuarentena

22 de abril de 2020

Durante estos días de confinamiento nos hemos reunido, a iniciativa del grupo de investigación (MIRCo-UAM), para acompañarnos y compartir nuestra visión, nuestras sensaciones y emociones sobre lo que estaba ocurriendo, tratando de anticipar cómo será el tiempo que está por venir. Empezamos reuniéndonos y debatiendo sobre textos de filósofas y científicas sociales publicados estos días en blogs y en prensa o en compilaciones de urgencia (como la Sopa de Wuhan [Amadeo 2020]) y que, como nosotras, trataban de entender el momento que estamos viviendo, de contribuir a superar las contradicciones que experimentamos día a día en nuestro confinamiento. Como nos advertía Camus, nos resistimos a aceptar que “la peste anula el porvenir”, y constantemente nos preguntamos “si volveremos al mismo tipo de vida, al mismo modelo productivo y mercado de trabajo precario, al mismo modelo de sociedad desigual” (Moreno, 2020). Nos inquieta si retornaremos sin remedio a la destrucción del planeta, a la crisis como estado normal (Klein, 2020), a las democracias imperfectas (Laval y Dardot, 2017), a las políticas de austeridad con los recortes de gasto público y privatizaciones (Navarro, 2020), y al cierre ineficaz de fronteras -basado en viejos modelos de soberanía-, o a una poderosa vigilancia digital (Han 2020). O si, por el contrario, esta crisis sanitaria y social puede asestar un golpe letal al capitalismo (Žižek, 2020), al consumismo acelerado (Harvey, 2020), al dualismo cartesiano humano/naturaleza (Lebrón, 2020) y a nuestra ilimitada y destructiva movilidad (Han 2020), que actúe como catalizador para la intensificación de luchas sociales existentes (Mezzadra, 2020) o, incluso, para la producción de nuevos marcos de movilización social (Alba Rico y Herrero, 2020).

Desde nuestro confinamiento tratamos de responder a esta gran pregunta, y para ello convertimos en indicio cada cifra en la curva de contagios, cada declaración y cada gesto. A lo largo de esta semanas, y con la mirada puesta en el discurso, al igual que Klemperer (2001), en sus diarios sobre la Lengua del Tercer Reich (LTI), hemos ido consignando y reflexionando sobre las palabras y las expresiones que están circulando durante la pandemia, que daban cuentan de lo que estaba sucediendo, antes de que se hicieran cotidianas y perdiéramos la sensibilidad para, incluso, detectarlas. Como en los diarios de Klemperer, nuestro objetivo es crear una colección reflexiva e intuitiva de notas, con la que recopilar nuevos usos de palabras a medida que emergen. De este modo podemos capturar cómo se produce una búsqueda colectiva de sentido, incluyendo cómo irrumpe el uso institucional del lenguaje de la pandemia en nuestra vida cotidiana, cómo influye en nuestra comprensión y acción ante ella, y, finalmente, cómo, también, desde distintos sectores de la sociedad se responde con reflexiones y se proponen alternativas. Sin pretender desarrollar un glosario, como Raymond Williams (2015), hemos emprendido una “indagación” (p. xxvii) sobre las palabras clave de la pandemia. A este registro subyace la convicción de que en el discurso se construyen interpretaciones de los acontecimientos y de que al reflexionar sobre él podemos crear las condiciones de posibilidad para que surjan nuevas formas de entender y vivir los acontecimientos (Martín Rojo, 2001). El discurso es, entonces, en sí mismo, un acontecimiento con potencial transformador.

El hilo conductor, a diferencia de otras reflexiones publicadas estos días y con las que este texto establece un diálogo, son las palabras y las expresiones que han surgido, se han resignificado y se han puesto en circulación en los medios y redes de comunicación, en nuestras conversaciones online: emergencia, estado de alarma, disciplina social, cuidados, etc. Tomaremos su creación o resemantización como detonante para plantear los que nos parecen los aspectos más relevantes que suscitan en esta crisis sanitaria, económica y política. Estos términos y expresiones están siendo claves no solo para dar cuenta de los cambios en nuestra forma de vida y de los riesgos e incertidumbres a los que nos enfrentamos, sino también para imaginar o, incluso, facilitar el por-venir de otros mundos posibles. Por ello, nuestro recorrido se inicia con la emergencia, afrontada institucionalmente como una guerra, para desembocar en lo que creemos una vía de salida, que se propone desde los movimientos sociales, y donde se aprecia el legado de la tradición feminista, los cuidados. Las cuestiones que se plantean no son en ningún caso menores. Por esa razón, queremos hoy compartir este texto con la comunidad, y animaros a proseguir en esta conversación la tarea con nosotras, a medida que avanzan los acontecimientos. Somos conscientes de que, al lado de estas grandes preguntas, toda respuesta resulta limitada, arrogante, incluso decepcionante. De hecho, cada etapa en este diario, antes que generar respuestas, abre nuevas preguntas. No creemos que lo importante sea darles respuesta, ya que lo que desencadena este impulso de poner en común esta reflexión es el deseo gramsciano de reunir el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad, para transformar lo que a veces nos parece un mal sueño en una oportunidad.

Emergencia

Desde que empezaron a detectarse los primeros casos de coronavirus hasta hoy, el término emergencia ha inundado los discursos públicos, políticos, mediáticos y cotidianos. Al referente económico de la emergencia económica que se invocó durante la crisis del 2008, ahora venía a sumarse el sanitario. Este cambio discursivo evidenciaba un dilema que han puesto sobre la mesa los principales gobiernos del mundo en la gestión política de la pandemia: ¿salvar sus economías o proteger la vida de sus ciudadanos? Un dilema cuya toma de posición privilegia un significado del término emergencia sobre el otro. Quienes, como el primer ministro británico, Boris Johnson, o el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, han optado por la bolsa frente a la vida, han utilizado el término con un sentido principalmente económico. En línea con los fundamentos del neomalthusianismo, este posicionamiento privilegia los criterios económicos a costa de la salud pública. Su objetivo principal es, por tanto, prevenir una emergencia económica y evitar así toda intervención sobre la actividad productiva, aunque para ello sea necesario subestimar, como han hecho también en un inicio los presidentes de Brasil y México, el alcance de la enfermedad. Quienes apoyan la segunda opción y defienden que primero es la salud, emplean el término emergencia principalmente con su reciente desplazamiento semántico hacia lo sanitario. Optan por hibernar toda actividad económica no esencial a fin de asegurar la efectividad del confinamiento y contener así la emergencia sanitaria. Este eje de tensión enfrenta posiciones distintas tanto respecto al papel que el Estado debería asumir frente a eventuales crisis de esta naturaleza, esto es, hasta qué punto intervenir y qué anteponer: la vida o el mercado, los beneficios económicos o la salud pública o el bien de unos pocos o el bien común. En todos los casos, la falta de recursos públicos y su desigual distribución han puesto en riesgo la supervivencia de los más mayores y la desprotección socio-sanitaria de las clases trabajadoras y las minorías étnicas más desfavorecidas.

La lucha por los significantes y los desplazamientos semánticos que conlleva refleja también esta tensión, sobre todo en el caso de los términos libertad (“libertad individual, económica y de movimiento”, defendida por el primer ministro socialdemócrata sueco Stefan Löfven, para no tomar medidas que afecten a la economía o confinen a la población; y con las que evocan los principios básicos del liberalismo y del neoliberalismo al presentar la libertad económica como un derecho individual inalienable que el estado no debe regular o limitar. En esta misma línea, manifestantes en Estados Unidos protestan contra la cuarentena con pancartas como “mi libertad es esencial” o “vive libre o muere”) y solidaridad (central por ejemplo en el discurso de los gobiernos de distintos países, para que la población cumpla el confinamiento, y redefinida como no actuar, como “quedarse en casa”). Sin embargo, la representación discursiva de la pandemia como una guerra (como un ataque deliberado frente a un enemigo exógeno y común que agrede al cuerpo social) se ha generalizado en todos los casos. Este marco bélico, activo en muchos países afectados, se actualiza a través del despliegue de metáforas (“declarar la guerra al virus”), y legitima todas las medidas y políticas de securitización que acompañarán al confinamiento y la lucha sanitaria contra el virus-enemigo. Las críticas a este marco de interpretación no se han hecho esperar. Como nos alertan Alba Rico y Herrero (2020), resulta contraproducente llamar guerra a la pandemia, ya que lo que necesitamos ahora no son soldados y valores militares sino ciudadanos y valores sociales. A partir de estas críticas se abre paso, entonces, otros marcos de interpretación, el de la crisis crónica del capitalismo neoliberal, generada por sus propias disfunciones, como vemos a continuación, y distintas respuestas sociales e individuales que retomaremos más adelante, como las de movilización y las redes de cuidados. ¿Qué es entonces lo que estamos viviendo, una crisis sin precedentes, una catástrofe, una distopía autoritaria, una apocalipsis (en el sentido original de revelación), una oportunidad, una llamada a la acción?

Estado de alarma

Ante la emergencia, se ha declarado el estado de alarma en numerosos países, lo que ha supuesto la introducción de importantes cambios en la regulación de nuestras vidas. La celeridad y facilidad con la que se han introducido estos cambios puede explicarse desde la “doctrina del shock” (Klein, 2007), una conmoción que propicia el establecimiento de nuevas formas de gobierno en un momento de crisis. Bajo el marco discursivo de la emergencia que veíamos en el apartado anterior, las crisis suponen una oportunidad para que las élites impongan sus programas e implementen políticas que agudizan las desigualdades existentes. Laval y Dardot (2017) observan el mismo potencial transformador de las crisis, que en los últimos años habrían profundizado los ataques al sistema democrático. Cada crisis endurece las condiciones de vida de las personas y supone, al mismo tiempo, el aumento de los beneficios de los más ricos, lo que ha desencadenado movilizaciones en todo el mundo (de Bolivia al Líbano), que han sido reprimidas cada vez de forma más violenta. Los cambios legislativos que han permitido esta acción represiva se han justificado por el estado de emergencia y se han planteado a través de discursos de la excepcionalidad. Un contexto de excepcionalidad que se ha reiterado en las últimas décadas ligado a diferentes conflictos, generando un marco de estado de excepción permanente (Agamben, 2005) en el que la excepción se convierte en norma. Esta deriva autoritaria del neoliberalismo se combina, además, para Laval y Dardot, con un nacionalismo económico y una racionalidad capitalista ampliada. En esta misma línea, mediante la declaración del estado de alarma (legislativa pero también discursiva), la pandemia ha desencadenado la suspensión de derechos fundamentales. En algunos países, como Chile, Hungría o Brasil, esta declaración ha desencadenado el despliegue militar en las calles junto con un aumento de la violencia y la represión, y en países africanos y en otras regiones de Latinoamérica está generando una inseguridad alimenticia y social debido a que gran parte de la población se sostiene gracias a una economía informal basada en ingresos diarios. Mientras que en países europeos y muy particularmente asiáticos, ha conllevado un aumento de la vigilancia y monitorización de la conducta, como técnica de poder, y en particular de la cibervigilancia (otro de los términos que hemos visto emerger durante la pandemia).Como señala Klein, estos días en que el distanciamiento social ha trasladado nuestras interacciones sociales al terreno digital, son las grandes plataformas corporativas quienes, como mediadoras, rentabilizan nuestra actividad online en forma de datos, controlando incluso nuestra geolocalización. Ante la emergencia viral, los gobiernos han creado apps donde dan cuenta de nuestra temperatura, y en países como China, se ha incluido el reconocimiento facial y los códigos QR para controlar los movimientos de las personas en función del estado de salud para limitar el contagio. A través de estas mismas apps, los gobiernos inauguran una nueva forma de comunicación con la ciudadanía, transmitiendo mensajes a la población en su conjunto y órdenes individualizadas a cada sujeto. El big data y las mascarillas salvan vidas humanas. Para Han (2020) -parafraseando a Carl Schmitt-, hoy el “soberano es quien dispone de datos”, y Europa es incapaz de frenar la expansión del virus, precisamente, porque se resiste a la cibervigilancia y recurre a viejos marcos de soberanía nacional y a mecanismos tradicionales de vigilancia como el cierre de fronteras. Surge entonces otra pregunta, ¿puede ser este “shock” una oportunidad para despertar otras formas de resistencia, por ejemplo, frente a las nuevas formas de vigilancia?

#YoMeQuedoEnCasa

Foucault (1977, p. 195) explica cómo el cambio en la forma de afrontar la peste negra a finales del siglo XVII, frente a cómo se había tratado antes la lepra, dio lugar a un régimen de poder: eldisciplinario. ¿Estaría hoy sucediendo lo mismo y estarían emergiendo o consolidándose nuevas formas de gobierno de la población, nuevas racionalidades políticas? El cambio al que se refiere Foucault remite a cómo, en el caso de la lepra y con anterioridad al siglo XVII, al leproso se le aislaba y expulsaba de la comunidad, mientras que en el caso de la peste se extendía por la ciudad y para frenarla, las personas eran confinadas en sus casas y vigilados sus movimientos. En nuestro tiempo, la situación no se aleja mucho de esta descripción: confinamiento, compartimentalización, vigilancia absoluta y análisis de la expansión viral en la población. Sin embargo, mientras que en aquella época, contravenir la prohibición de salir era castigado con pena de muerte, hoy el confinamiento se presenta como un ejercicio de responsabilidad que, mayoritariamente, se autoimpone; lo que estaría en sintonía con el paso de un régimen disciplinar a otro gubernamental (Martín Rojo & Del Percio 2019). De hecho, en muchos países, el confinamiento solo funcionó desde el momento en que se presentó como un acto de solidaridad, que se autoejerce para apoyar al sistema de salud, esto es, por el bien común. En el Estado Español el eslogan #YoMeQuedoEnCasa se ha vuelto así viral y la divisa de la campaña de divulgación del Ministerio de Sanidad ha sido: Si te proteges tú, proteges a los demás”. #EsteVirusLoParamosUnidos. El Gobierno apela así a la «disciplina social«, la responsabilidad y la unidad de acción como ingredientes centrales para la recuperación de la nación. En pocos días, este discurso neoliberal de autocontrol, generado desde las instituciones de gobierno, ha impregnado las prácticas ciudadanas. De hecho, este discurso obvia las desiguales oportunidades de la gente para confinarse y traslada esta disciplina al ejercicio de la responsabilidad individual, que activa la autovigilancia y la vigilancia de los iguales. Es decir, que para evitar que se transgreda la disciplina social nacional, la gente ha comenzado a vigilar a través de las redes sociales lo que otras personas, amigas, conocidas o desconocidas, están haciendo, y a reprender desde los balcones a quien sale de casa como una hybris ciega. Ha surgido, así, la llamada policía de balcón o los balconazis, que a modo de panóptico imponen la cuarentena de una forma más barata y eficiente que a través de las fuerzas de orden público, y que, en lugares con pasado autoritario, evocan el estado de excepción más que el de alarma. El control se ejerce a través de una multiplicidad de nodos, y no solo desde arriba, desde los gobiernos, y ahí reside, precisamente, el éxito de esta forma de gobierno: todos estamos realizando medidas de control social. Además, como sucede en los regímenes gubernamentales, son las conductas las que resultan fuertemente reguladas con el consentimiento y la agencia de los sujetos, en este caso, la forma de relacionarse e interactuar en los espacios de aglomeración como los supermercados (la distancia física, la eliminación de los abrazos, hablar solo virtualmente), e incluso la vestimenta (guantes, mascarillas), los gestos. Como apunta Yáñez (2020), esto bien puede conllevar una degeneración de las relaciones entre los seres humanos, en palabras de Giorgio Agamben, ya que el estado de excepción biopolítico no solo instala la restricción de libertades, sino que, peor aún, prepara un terreno fértil para que afloren la apatía y el miedo al otro(a), causando un daño irreversible a nuestra capacidad afectiva hacia el prójimo. Dicha degeneración además se traduce en la imposibilidad afectiva de ver a otras víctimas del poder sobre lo biológico, más allá de nosotros(as) mismos(as) y nuestros deseos de supervivencia.

Si la actual pandemiaparece acelerar la emergencia de nuevas racionalidades políticas, gubernamentales, que refuerzan el componente disciplinar securitario, incorporando técnicas de gobierno y de vigilancia actualizadas (desde el control vecinal hasta el rastreo de celulares), ¿cuáles pueden ser, entonces, las próximas exigencias de la disciplina social, la obligatoriedad o la voluntariedad del “monitoreo de las conductas”, mediante apps que registren nuestros movimientos y contactos? ¿Cuáles pueden ser, entonces, nuestras respuestas?

“No va a ser igual”

Es la máxima con la que intelectuales de todo signo apuntan a esta pandemia como un punto de ruptura y preconizan un mundo nuevo, una era post-COVID-19 que precisará de un orden social que articule las masivas transformaciones que estamos viviendo en las últimas semanas. Esta catástrofe alberga la oportunidad de imaginar otras formas de vida y otros mundos posibles que permitan superar las debilidades de nuestro tiempo y el agotamiento del actual modelo socioeconómico. Así, el pronóstico ante este nuevo horizonte incluye, entre otros vaticinios, el eclipse del neoliberalismo, el fin del crecimiento económico y el progreso ilimitados como mitos de la modernidad, así como el tránsito hacia una nueva economía orientada al sostenimiento y la protección de la vida.

Sean cuales sean las transformaciones profundas por venir, algunos cambios en las prácticas cotidianas y de trabajo han venido para quedarse. En la esfera laboral, las condiciones actuales de confinamiento permiten intuir nuevos hábitos y formas de organización. Entre las primeras se encuentra, por ejemplo, la extensión del teletrabajo,que sustituye la presencialidad por la actividad telemática en aquellos sectores y actividades donde resulta posible, así como la migración de la docencia y del aprendizaje al entorno digital. Lo que ha revelado tanto la brecha digital (entre los que disponen, generalmente las clases medias y altas, y los que no disponen de los recursos y conocimientos tecnológicos necesarios para pasarse a la vida online), como la desigualdad entre los que pueden y los que no pueden trabajar desde casa sin poner su salud o su empleo en riesgo (como agricultores, sector de la industria, o la construcción). Allí donde la virtualidad no resulta posible, el suspenso de la actividad productiva cristaliza en forma de medidas extraordinarias como ERTEs (expedientes de regulación temporal de empleo) con los que contener la destrucción masiva de empleo hasta que se reanude la actividad y, quizás, incluso, hasta la renta básica universal o el ingreso mínimo vital.

Ante el confinamiento, se ha reforzado también la cooperación y se ha dado prioridad a los cuidados, como ejes estructuradores de la convivencia, reconociendo así la interdependencia y la vulnerabilidad como elementos constitutivos de nuestras vidas (Butler, 2004; Garcés, 2013). Todo ello ha favorecido el aumento de prácticas comunicativas afectivas o de acompañamiento (por teléfono y redes sociales) y la aparición de formas creativas de participación social en tiempos de confinamiento. Surgen así prácticas performativas que sirven como vías de expresión para canalizar socialmente nuestras emociones desde la exterioridad de los balcones. Sucede, por ejemplo, con los aplausos que diariamente reconocen el trabajo de profesionales sanitarios y las caceroladas que, como contrapunto, vehiculan el descontento ante la gestión institucional de la epidemia. Se consolida el impulso de compartir recursos culturales para el confinamiento, gracias a las nuevas tecnologías se han abierto bibliotecas, museos, repertorios de películas y de música, teatros y óperas. Además, todo el mundo comparte listas de sugerencias, juegos para entretener a los más pequeños, memes y vídeos para poner al aislamiento una gota de humor. Las preguntas que surgen en este caso son: ¿cuánto tiempo durará esta “apertura cultural”? Teniendo en cuenta que el sector cultural se sostiene en gran parte por el trabajo de personal autónomo (generalmente en condiciones de contratación precaria), nos preguntamos: ¿para quién es sostenible esta “apertura”? ¿Será esta suficiente para canalizar nuevas maneras de colaboración y apoyo mutuo?

Los cuidados y el cuidado de lo común: “Solo el pueblo salva al pueblo”

Solo el pueblo salva al pueblo” es uno de los grandes lemas movilizados en estos días a través de las redes sociales. Frente a la gestión institucional (y a menudo burocrática) de la pandemia, son muchos los movimientos ciudadanos que se han organizado a contrarreloj para lanzar nuevas iniciativas autónomas de apoyo mutuo o releer en la clave de los cuidados aquellas que ya existían. En este sentido, atender al tipo de iniciativas que están surgiendo a lo largo y ancho del planeta nos ayuda a entender cómo los distintos territorios y colectivos están experimentando la crisis sanitaria, social y económica derivada de la propagación del COVID-19. No obstante, es importante recordar que, más allá de las maniobras geopolíticas que tratan de construir un relato uniforme de la pandemia -apelando a la unidad y a las víctimas globales (¿o globalizadas?) que no conocen fronteras-, esta crisis no constituye una experiencia homogénea. Es decir, sus efectos operan de forma específica en cada territorio de acuerdo al acceso desigual a recursos materiales y simbólicos para hacerle frente; y nos atraviesa de forma particular según nuestra clase social, raza, género, sexualidad, edad, condición física y mental, etcétera. Por tanto, las formas de “ser pueblo”, de organizarnos y de “salvarnos”, en ningún caso suponen recetas universales. Es cierto que, como señala Judith Butler, el virus no discrimina: invade por igual cuerpos más o menos precarizados: este parentesco común, sin embargo, no se traduce necesariamente en una comunidad dada (Yañez, 2020).

Frente a las formas de violencia y desigualdad estructural que se intensifican en momentos de crisis (precariedad laboral y habitacional, racismo institucional, violencia machista y del sistema carcelario, feminización de los trabajos reproductivos, etc.), están emergiendo alianzas interesantes entre trabajadores, vecinos, organizaciones de base y otros actores sociales que, como Mezzadra (2020) señala desde el contexto italiano, parecen articularse en torno al “cuidado de lo común”. Este es el caso de la ya existente lucha por la vivienda en el Estado Español y las estrategias de sindicalismo social que, ante la emergencia social actual ha devenido en una Huelga de Alquileres bajo los lemas: “Si no cobramos, no pagamos” y “Que paguen los [fondos] buitres”, llamando también a la solidaridad de quien no ha visto sus ingresos reducidos. En la misma línea, el Plan de Choque Social, al que se incorpora dicha huelga, se articula desde movimientos sociales y sindicatos como respuesta al escudo social del Gobierno de España, que se entiende como un conjunto de medidas socioeconómicas insuficientes para paliar la crisis. Este plan supone un desplazamiento de la metáfora bélica y estática del escudo que nos protege tras de sí, hacia un reconocimiento de la necesidad de acción colectiva coordinada desde movimientos sociales e instituciones y de la agentividad de las personas afectadas por la actual crisis. Del mismo modo, se están produciendo movimientos de trabajadores del campo, incluidos de trabajadores migrantes, pidiendo la regularización y la mejora de las condiciones de trabajo. Así, frente a la imagen del ciudadano que pasivamente recibe medidas asistencialistas, se sitúa una imagen colectiva y autoorganizada en torno a redes de apoyo mutuo y cuidados.

Desde este punto de vista, son las propias comunidades las que administran colectivamente la salud del cuerpo social cuando los gobiernos solo se limitan a gestionar la muerte (Yáñez, 2020). En Chile, por ejemplo, diversas organizaciones en barrios y poblados a lo largo del país han levantado cordones territoriales que están liderando campañas de acopio, sanitización y control de sus fronteras, ante la falta de medidas por parte del poder ejecutivo preocupado únicamente por salvar el modelo de acumulación capitalista a expensas de millones de vidas, de las vidas de “los nadie”, como bien dijera Eduardo Galeano. Con consignas como “nuestro cuidado sobre sus ganancias,no salir y cuidar, otra forma de luchar,solo el pueblo unido cuida al pueblo, los(as) ciudadanos(as) corrientes no solo cuestionan la posibilidad de confinamiento como un privilegio de clase, sino que también gestionan redes comunitarias para restituir este derecho de confinamiento voluntario a quienes no cuentan con las condiciones de subsistencia mínimas para llevar a cabo una cuarentena y trabajar o estudiar desde casa. En este contexto chileno, confinarse es también una forma de lucha que da nuevos bríos al movimiento social en curso desde el 18 de octubre pasado: “¿y si el virus muta y se transforma en revuelta?”, “viviremos, volveremos, venceremos”, “resistiremos la pandemia solo para verlos caer”.

Ya no hace falta esperar la llegada del colapso climático para ver la insostenibilidad de nuestros sistemas globales actuales para la vida humana. La destrucción de la tierra, sus bosques y la vida que habita territorios destruidos por intereses capitales, nos trae el desequilibrio de ecosistemas y el riesgo de nuevas pandemias (Roberts, 2016). Así pues, la llegada del COVID-19 puede ser apenas un presagio de otras crisis y catástrofes que nos esperan en un futuro no tan lejano. En este contexto, las luchas locales -como la de los pueblos indígenas del Amazonas frente la pérdida de sus tierras y vidas apoyada por el gobierno brasileño- pasan a ser luchas globales por la vida y salud de la planeta.

De manera que, la pandemia como portal, “a gateway between one world and the next” (Roy 2020), como distopía que evidencia en el presente las mutaciones del neoliberalismo y de las formas de gubernamentalidad, los cambios en las prácticas y conductas que llevan a la distancia social y a una vida virtual, resulta eficaz para inspirar y urgir a encontrar formas de resistencia. Los discursos que circulan generan esa posibilidad de nuevas comprensiones, de visualizar y realizar en el presente otros mundos posibles. En este contexto, el discurso de los cuidados -pieza clave del debate ecofeminista y anticolonial contra el extractivismo y la desposesión- se expande más allá de la dimensión economicista relacionada con el reparto, la redistribución y el reconocimiento. El trabajo de los cuidados se formula también como una labor de construir vínculos fuera de la lógica mercantil del consumo (de personas, de cosas, de espacios, etc.), que permite no solo el sostenimiento de la vida, sino también la emergencia de nuevas formas de hacer política y de habitar los territorios. Tal vez, como señala Han (2020), “el virus no vencerá al capitalismo”, pero es posible que uno de sus efectos (al menos en nuestro contexto cercano) sea el fortalecimiento de los movimientos sociales existentes y la reactivación de una parte del tejido social adormecido tras el ciclo de movilizaciones de 2011, que en este caso toman el espacio digital para autoorganizarse. Las preguntas que surgen ahora son: ¿trascenderán la pandemia estas formas de organización social? ¿Podemos extraer claves comunes de todas estas iniciativas que nos ayuden a pensar cómo enfrentar nuevas (y viejas) luchas sociales?

Hemos llegado así al final de este diario discursivo de la cuarentena que, como no podía ser de otra manera, resulta inacabado. Mientras escribíamos este texto, han empezado a circular nuevos términos, que anuncian nuevas etapas en la crisis, como “desescalada” (educativa, económica, sanitaria), etc. Otros también importantes han quedado fuera de estas páginas, como los neologismos con “corona” (coronabonos, coronaidiota, infodemia), y tantos otros que sin duda habréis echado de menos. Para que este diario sea colectivo, como nuestra experiencia del confinamiento, se precisa vuestra colaboración. Os invitamos, por tanto, a continuar esta reflexión, sobre estas palabras y las que están por venir para contribuir a este diario discursivo, pero también a pensar las preguntas planteadas y a formular otras nuevas.

Este texto surge del debate celebrado en el grupo de investigación MIRCO (Multilingüismo Discurso y Comunicación; https://www.mircouam.com/), con sede en la Universidad Autónoma de Madrid, en el que participaron, Katrin Ahlgren, Lara Alonso, Camila Cárdenas, Marta Castillo, Fleur de Montbel, Paloma Elvira Ruiz, Noelia Fernández, Hector Grad, Elisa Hidalgo, Luisa Martín Rojo, Adil Moustaoui, Lucia de la Presa y Anna Tudela. Las participantes tienen orígenes diferentes, hablan distintas lenguas y han residido en países distintos. Esa diversidad ha contribuido a la redacción de este texto que, sin embargo, se inspira, sobre todo, en la experiencia de confinamiento vivida en la ciudad de Madrid. Las autoras que han sistematizado las reflexiones en ese debate han sido: Lara Alonso, Marta Castillo, Paloma Elvira, Luisa Martín Rojo.